¿Qué es La Confesión De Fe De Westminster?

La Confesión de Fe de Westminster es un breve resumen teológico apologético del credo cristiano protestante calvinista promulgado en 1646. Recoge la ortodoxia doctrinal de las Iglesias Reformadas nacidas del movimiento calvinista en Gran Bretaña, cuyas raíces históricas están en la doctrina expuesta por Juan Calvino durante el siglo XVI en Ginebra, Suiza.

Aunque se hizo primeramente para la Iglesia de Inglaterra, permanece como un 'estándar subordinado' de doctrina para la Iglesia de Escocia, y ha influido sobre las iglesias presbiterianas de todo el mundo.

En 1643, el parlamento inglés convocó a "teólogos piadosos, doctos y juiciosos" para que se reunieran en la Abadía de Westminster para dar su opinión sobre cuestiones de adoración, doctrina, gobierno y disciplina de la Iglesia de Inglaterra. Sus reuniones, que se llevaron a cabo a lo largo de cinco años, produjeron la confesión de fe, así como una Catecismo Mayor y un Catecismo Menor. Por más de tres siglos, varias iglesias a lo largo del mundo han adoptado la confesión y sus catecismos como su estándard de doctrina, subordinado a la Biblia.

La Confesión de Fe de Westminster fue modificada y adoptada por los congregacionalistas de Inglaterra dando lugar a la Declaración Saboya (1658). De la misma forma, los bautistas de Inglaterra modificaron la Declaración Saboya para producir la Segunda Confesión Bautista de Londres (1689). Los presbiterianos, congregacionalistas y bautistas ingleses llegaron a ser conocidos todos ellos (junto con otros) como los "no conformistas", puesto que no se conformaron a el Acta de Uniformidad de 1662 que establecía la Iglesia de Inglaterra como la única iglesia aprobada legalmente, aunque ellos estaban unidos de muchas formas por sus confesiones comunes, basadas todas en la Confesión de Westminster.

CAPÍTULO 1

De las Sagradas Escrituras

 

I.1 Aunque la luz de la naturaleza, las obras de la creación y providencia manifiestan la bondad, la sabiduría y el poder de Dios de tal manera que los seres humanos no tienen excusa delante de Dios; sin embargo, éstas no son suficientes para dar aquel conocimiento de Dios y de su voluntad que es necesario para la salvación. Por lo tanto, agradó al Señor, en diferentes épocas y de diversas maneras, revelarse a sí mismo y declarar su voluntad a su iglesia. Luego, para la mejor preservación y propagación de la verdad, y para el establecimiento y consuelo más seguros de la iglesia contra la corrupción de la carne, la malicia de Satanás y del mundo, le agradó también poner por escrito dicha revelación, en forma completa. Ello hace que las Santas Escrituras sean de lo más necesarias, puesto que ahora han cesado ya aquellos modos anteriores por los cuales Dios reveló su voluntad a su pueblo.

I.2 Bajo el nombre de Santas Escrituras o Palabra de Dios escrita están contenidos todos los libros del Antiguo y Nuevo Testamentos, todos los cuales fueron dados por inspiración de Dios para que sean la regla de fe y vida. Estos libros son:

del Antiguo Testamento

Génesis
Éxodo
Levítico
Números
Deuteronomio
Josué
Jueces
Ruth
II Crónicas
Esdras
Nehemías
Esther
Job
Salmos
Proverbios
Eclesiastés
Daniel
Oseas
Joel
Amós
Abdías
Jonás
Miqueas
Nahum
I Samuel
II Samuel
I Reyes
II Reyes
I Crónicas
  Cantar de los Cantares
Isaías
Jeremías
Lamentaciones
Ezequiel
Habacuc
Sofonías
Hageo
Zacarías
Malaquías

del Nuevo Testamento

  Los Evangelios según:
Mateo
Marcos
Lucas
Juan
  Los Hechos de los Apóstoles
  Las Epístolas de Pablo a los:
Romanos
I Corintios
II Corintios
Gálatas
Efesios
Filipenses
Colosenses
  I Tesalonicenses
  II Tesalonicenses
I Timoteo
II Timoteo
Tito
Filemón
  La Epístola a los Hebreos
  La Epístola de Santiago
  Las 1a y 2a Epístolas de Pedro
  Las 1a y 2a, y 3a Epístolas de Jaun
  La Epístola de Judas
  El Apocalipsis de Juan

I.3 Los libros comúnmente llamados Apócrifos no siendo de inspiración divina, no son parte del canon de la Biblia, y por tanto no tienen autoridad en la Iglesia de Dios, ni deben ser aprobados o usados de otra manera que como escritos humanos.

I.4 La autoridad de las Sagradas Escrituras, por la cual deben ser creídas y obedecidas, no depende del testimonio de ningún ser humano o iglesia, sino enteramente de Dios (quien es la Verdad en sí mismo), el autor de ellas, y por lo tanto deben ser recibidas porque son la Palabra de Dios.

I.5 El testimonio de la iglesia puede movernos e inducirnos a tener una estimación alta y reverencial por las Santas Escrituras. Asimismo, constituyen argumentos por los cuales ellas evidencian abundantemente, por sí mismas, ser la Palabra de Dios: el carácter celestial de su contenido, la eficacia de su doctrina, la majestad de su estilo, la armonía de todas sus partes, el propósito de todo su conjunto (que es dar toda gloria a Dios), la plena revelación que hacen del único camino de la salvación del ser humano, las muchas otras incomparables excelencias y su total perfección. Sin embargo, nuestra completa persuasión y seguridad de su infalible verdad y de su autoridad divina, proviene del Espíritu Santo que obra en nuestro interior, dando testimonio en nuestros corazones mediante la Palabra y con la Palabra.

I.6 La totalidad del consejo de Dios concerniente a todas las cosas necesarias para su propia gloria y para la fe, vida y salvación del ser humano, está expresamente expuesto en las Escrituras, o por buena y necesaria consecuencia puede deducirse de ellas, a las cuales nada debe añadirse en ningún tiempo ya sea por nuevas revelaciones del Espíritu o por tradiciones humanas. Sin embargo, reconocemos que la iluminación interna del Espíritu es necesaria para una comprensión salvífica de las cosas reveladas en ellas. Reconocemos también que hay algunas circunstancias concernientes a la adoración de Dios y al gobierno de la Iglesia, comunes a todas las acciones y sociedades humanas, que deben ordenarse conforme a la luz de la naturaleza y la prudencia cristiana, según las reglas generales de la Palabra, las cuales siempre han de ser obedecidas.

I.7 Todas las cosas en las Escrituras no son igualmente evidentes en sí mismas, ni igualmente claras para todos. Sin embargo, todas aquellas cosas que son necesarias obedecer, creer y observar para la salvación están claramente propuestas y expuestas en uno u otro lugar de las Escrituras, para que no sólo los eruditos, sino también los que no son eruditos lleguen a una comprensión suficiente de ella mediante el debido uso de los medios ordinarios.

I.8 El Antiguo Testamento fue escrito en el idioma hebreo (que era la lengua del pueblo de Dios desde tiempos muy antiguos) y el Nuevo Testamento fue escrito en el idioma griego (que era un idioma muy conocido por todas las naciones de aquel entonces). El Antiguo Testamento en hebreo y el Nuevo Testamento en griego, siendo directamente inspirados por Dios y conservados puros en todos los tiempos por su singular cuidado y providencia, son por lo tanto auténticos. Por esta razón, en toda controversia religiosa, la iglesia debe apelar a ellos. El pueblo de Dios tiene derecho a las Escrituras y también tiene interés en ellas. Es más, se le ha ordenado leerlas y escudriñarlas en el temor de Dios. Pero como los idiomas originales de las Escrituras no son conocidos por todo el pueblo de Dios, éstas deben traducirse al idioma vernáculo de toda nación a donde lleguen. Esto tiene como finalidad que la Palabra de Dios more abundantemente en todos, para que adoren a Dios de manera aceptable, y para que tengan esperanza mediante la paciencia y el consuelo que dan las Escrituras.

I.9 La regla infalible de la interpretación de la Escritura es la Escritura misma. Por tanto, cuando hay duda acerca del total y verdadero sentido de algún texto (el cual no es múltiple sino único), debe investigarse y entenderse mediante otras partes que hablen más claramente.

I.10 El Espíritu Santo, que habla en la Escritura, y de cuya sentencia debemos depender, es el único Juez Supremo por quien deben decidirse todas las controversias religiosas, y por quien deben examinarse todos los decretos de los concilios, las opiniones de los antiguos escritores, las doctrinas humanas y las opiniones individuales.

CAPÍTULO DOS

De Dios y la Santa Trinidad

 

II.1 Hay un solo Dios, vivo y verdadero, quien es infinito en su ser y perfección, un Espíritu purísimo, invisible, sin cuerpo, partes o pasiones. Es inmutable, inmenso, eterno, incomprensible, todopoderoso, sapientísimo, santísimo, totalmente libre y absolutísimo. Hace todas las cosas según el consejo de su propia inmutable y justísima voluntad para su propia gloria. Es amorosísimo, benigno, misericordioso, paciente, abundante en bondad y verdad. Perdona la iniquidad, la transgresión y el pecado y es galardonador de aquellos que le buscan diligentemente. Además, es justísimo y terrible en sus juicios, que detesta todo pecado, y que de ninguna manera declarará como inocente al culpable.

II.2 Dios tiene, en sí mismo y por sí mismo, toda vida, gloria, bondad y bienaventuranza. Él es el único todosuficiente, en y por sí mismo, no teniendo necesidad de ninguna de sus criaturas hechas por Él, ni derivando gloria alguna de ellas, sino que manifiesta su propia gloria en ellas, por ellas, hacia ellas y sobre ellas. Él es la única fuente de toda existencia, de quien, por quien y para quien son todas las cosas; teniendo el más soberano dominio sobre ellas para hacer por medio de ellas, para ellas o sobre ellas todo lo que a Él le plazca. Todas las cosas están abiertas y manifiestas ante su vista; su conocimiento es infinito, infalible, independiente de toda criatura de tal manera que para Él nada es contingente o incierto. Él es santísimo en todos sus consejos, en todas sus obras y en todos sus mandamientos. A Él son debidos toda adoración, servicio y obediencia que a Él le place requerir de los ángeles, de los seres humanos y de toda criatura.

II.3 En la unidad de la Divinidad hay tres personas, de una misma sustancia, poder y eternidad: Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo. El Padre no es engendrado ni procede de nadie. El Hijo es eternamente engendrado del Padre, y el Espíritu Santo procede eternamente del Padre y del Hijo.

CAPÍTULO TRES

Del decreto eterno de Dios


III.1 Dios, desde toda la eternidad, por el sapientísimo y santísimo consejo de su propia voluntad, ordenó libre e inmutablemente todo lo que acontece; pero de tal manera que Él no es el autor del pecado, ni violenta la voluntad de las criaturas, ni quita la libertad o contingencia de las causas secundarias, sino que más bien las establece.

III.2 Aunque Dios sabe todo lo que podría o puede acontecer bajo todas las condiciones posibles; sin embargo, no ha decretado nada porque lo previó como futuro, o como aquello que acontecería bajo tales condiciones.

III.3 Por el decreto de Dios, y para la manifestación de su gloria, algunos seres humanos y ángeles son predestinados y pre-ordenados para vida eterna, y otros pre-ordenados para muerte eterna.

III.4 Estos ángeles y seres humanos así predestinados y preordenados, están particular e inmutablemente designados, y su número es tan cierto y definido, que no se puede aumentar ni disminuir.

III.5 A aquéllos de la humanidad que están predestinados para vida, Dios, según su eterno e inmutable propósito, y el consejo secreto y beneplácito de su voluntad, los ha escogido en Cristo para gloria eterna, antes que fueran puestos los fundamentos del mundo, por su pura y libre gracia y amor, sin la previsión de la fe o buenas obras, o la perseverancia en ninguna de ellas, o de cualquier otra cosa que haya en las criaturas, como condiciones o causas que le muevan a ello, y todo para la alabanza de la gloria de su gracia.

III.6 Puesto que Dios ha designado a los elegidos para gloria, así también, por el eterno y más libre propósito de su voluntad, ha ordenado todos los medios para ello. Por lo cual, los que son elegidos, estando caídos en Adán, son redimidos por Cristo, son eficazmente llamados a la fe en Cristo por su Espíritu que obra a su debido tiempo, son justificados, adoptados, santificados y por su poder son guardados para salvación por medio de la fe. No hay otros que sean redimidos por Cristo, eficazmente llamados, justificados, adoptados, santificados, y salvos, sino solamente los elegidos.

III.7 Al resto de la humanidad por su pecado, agradó a Dios pasarla por alto y destinarla a deshonra e ira, según el inescrutable consejo de su propia voluntad, por el cual extiende o retiene misericordia como a Él le place para la gloria de su poder soberano sobre las criaturas, para la alabanza de su gloriosa justicia.

III.8 La doctrina de este alto misterio de la predestinación debe tratarse con especial prudencia y cuidado, para que los seres humanos al prestar atención a la voluntad de Dios revelada en su Palabra, y al rendir obediencia a ella, por la certeza de su vocación eficaz, estén seguros de su elección eterna. Así que esta doctrina debe ser motivo de alabanza, reverencia y admiración a Dios, y de humildad, diligencia y abundante consuelo a todos los que sinceramente obedecen el Evangelio.

CAPÍTULO CUATRO

De la creación


IV.1 Agradó a Dios el Padre, Hijo y Espíritu Santo, para la manifestación de la gloria de su eterno poder, sabiduría y bondad, en el principio, crear o hacer de la nada el mundo y todas las cosas que hay en él, ya sean visibles o invisibles, en el período de seis días y todas muy buenas.

IV.2 Después que Dios hubo hecho todas las demás criaturas, creó al ser humano, varón y hembra, con almas racionales e inmortales, dotados de conocimiento, justicia y verdadera santidad, según su propia imagen. Ellos tenían la ley de Dios escrita en sus corazones y el poder para cumplirla; y sin embargo, con la posibilidad de transgredirla, siendo dejados a la libertad de su propia voluntad, la cual estaba sujeta a cambio. Además de esta ley escrita en sus corazones, ellos recibieron el mandamiento de no comer del árbol del conocimiento del bien y del mal, y mientras ellos guardaron este mandamiento fueron felices en su comunión con Dios, y tenían dominio sobre las criaturas.

CAPÍTULO CINCO

De la providencia


V.1 Dios, el gran Creador de todas las cosas, sostiene, dirige, dispone y gobierna a todas las criaturas, las acciones y las cosas, desde la más grande hasta la más pequeña, por medio de su más sabia y santa providencia, según su infalible presciencia y el libre e inmutable consejo de su propia voluntad, para alabanza de la gloria de su sabiduría, poder, justicia, bondad y misericordia.

V.2 Aunque todas las cosas acontecen inmutable e infaliblemente con relación a la presciencia y decreto de Dios, quien es la causa primera; sin embargo, por la misma providencia, Él las ha ordenado para que sucedan de acuerdo con la naturaleza de las causas secundarias ya sea necesaria, libre o contingentemente.

V.3 En su ordinaria providencia, Dios hace uso de medios; no obstante, es libre de obrar sin ellos, sobre ellos y contra ellos, según le plazca.

V.4 El poder todopoderoso, la inescrutable sabiduría y la infinita bondad de Dios, se manifiestan de tal manera en su providencia que se extiende hasta la primera caída y a todos los otros pecados de ángeles y de los seres humanos; y eso no por un mero permiso, sino también limitándolos de manera sapientísima y poderosísima, ordenándolos y gobernándolos de varias maneras en una dispensación multiforme para sus propios fines santos; pero de tal modo que lo pecaminoso sólo procede de la criatura, y no de Dios, quien es santísimo y justísimo, y no es ni puede ser el autor o aprobador del pecado.

V.5 El más sabio, justo y clemente Dios, muchas veces, por un tiempo, deja a sus propios hijos en diversas tentaciones y en la corrupción de sus propios corazones, para castigarlos por sus pecados anteriores o para descubrirles la fuerza oculta de la corrupción y de lo engañoso de sus corazones a fin de que se humillen; y para elevarlos a una más íntima y constante dependencia de la ayuda de Dios, y para hacerlos más cuidadosos ante todas las ocasiones futuras de pecado, y para otros fines santos y justos.

V.6 En cuanto a los seres humanos malvados e impíos, a quienes Dios, como Juez justo, los ha cegado y endurecido por sus pecados anteriores, no sólo les niega su gracia, por la cual podrían haber sido iluminados en sus entendimientos y obrado en sus corazones, sino que también algunas veces les retira los dones que ya tenían y los expone a cosas tales que su corrupción las hace ocasión de pecado; y a la vez los entrega a sus propias concupiscencias, a las tentaciones del mundo y al poder de Satanás. Por lo cual, sucede que se endurecen a sí mismos, inclusive bajo aquellos medios que Dios usa para ablandar a otros.

V.7 Aunque la providencia de Dios, en general, alcanza a todas las criaturas, así también, de una manera muy especial cuida de su iglesia y dispone todas las cosas para el bien de ella.
 

CAPÍTULO SEIS

De la caída del ser humano, del pecado y su castigo


VI.1 Nuestros primeros padres, siendo seducidos por la sutileza y tentación de Satanás, pecaron al comer del fruto prohibido. Dios, según su sabio y santo consejo, quiso permitirles este pecado, proponiéndose ordenarlo para su propia gloria.

VI.2 Por este pecado cayeron de su rectitud original y de su comunión con Dios, y de esta manera quedaron muertos en el pecado, y totalmente contaminados en todas las partes y facultades del alma y del cuerpo.

VI.3 Siendo ellos la raíz de toda la humanidad, la culpa de este pecado fue imputada y la misma muerte en el pecado y la naturaleza corrompida fueron transmitidas a toda la posteridad que desciende de ellos por generación ordinaria.

VI.4 De esta corrupción original (por la cual estamos totalmente impedidos, inhabilitados y opuestos a todo bien, y completamente inclinados a todo mal) proceden todas las demás transgresiones.

VI.5 Esta corrupción de la naturaleza permanece durante esta vida en aquellos que son regenerados; y a pesar de que por medio de Cristo sea perdonada y mortificada, sin embargo, dicha naturaleza, tanto en sí misma, como todos sus efectos son verdadera y propiamente pecado.

VI.6 Todo pecado, tanto original como propio, siendo una transgresión de la justa ley de Dios, y contrario a ella, por su propia naturaleza trae la culpa sobre el pecador, por lo cual, éste queda supeditado a la ira de Dios y a la maldición de la ley, y de esta manera queda sujeto a la muerte, con todas las miserias espirituales, temporales y eternas.

 

CAPÍTULO SIETE

Del pacto de Dios con el hombre


VII.1 La distancia entre Dios y la criatura es tan grande, que aunque las criaturas racionales le deben obediencia como a su Creador, sin embargo, nunca tendrían disfrute alguno de Dios como bienaventuranza y galardón, a no ser por una condescendencia voluntaria de parte de Dios, la cual le ha agradado expresar por medio del pacto.

VII.2 El primer pacto hecho con el hombre fue un pacto de obras, en el cual se le prometió la vida a Adán y en él, a su posteridad, bajo la condición de obediencia perfecta y personal.

VII.3 Por su caída, el hombre, se hizo a sí mismo incapaz de la vida mediante aquel pacto, por lo que agradó a Dios hacer un segundo pacto, comúnmente llamado el pacto de gracia, en el cual Dios, por medio de Jesucristo, ofrece gratuitamente la vida y la salvación a los pecadores, requiriéndoles fe en Él para que sean salvos, y prometiendo dar su Santo Espíritu a todos aquellos que están ordenados para vida eterna, a fin de darles la voluntad y capacidad de creer.

VII.4 En la Escritura, este pacto de gracia frecuentemente se enuncia con el nombre de testamento, en referencia a la muerte de Cristo Jesús el testador, y a la herencia eterna, con todas las cosas pertenecientes a ella, que en aquel testamento son legadas.

VII.5 Este pacto fue administrado en diferentes formas en el tiempo de la ley y en el del evangelio: bajo la ley se administraba mediante promesas, profecías, sacrificios, la circuncisión, el cordero pascual y otros tipos y ordenanzas entregados al pueblo judío. Todo lo cual señalaba, de antemano, al Cristo que había de venir; y para aquel tiempo, a través de la operación del Espíritu Santo, eran suficientes y eficaces para instruir y edificar a los elegidos por la fe en el Mesías prometido, por quien tenían la plena remisión de pecados y la salvación eterna. Este pacto se denomina el Antiguo Testamento.

VII.6 Bajo el evangelio, cuando Cristo, la sustancia fue manifestado, las ordenanzas por las cuales este pacto se dispensa son: la predicación de la Palabra y la administración de los sacramentos del bautismo y la Santa Cena, los cuales, aunque inferiores en número y administrados con más simplicidad y menos gloria externa, no obstante, en ellos este pacto es ofrecido con más plenitud, evidencia y eficacia espiritual, a todas las naciones, tanto a judíos como a gentiles. Este Pacto se denomina el Nuevo Testamento. Por lo tanto, no hay dos pactos de gracia que difieran en sustancia, sino uno y el mismo bajo varias dispensaciones.

 

CAPÍTULO OCHO

De Cristo el Mediador


VIII.1 Agradó a Dios en su eterno propósito escoger y ordenar al Señor Jesús, su unigénito Hijo, para ser el Mediador entre Dios y el hombre, el Profeta, Sacerdote y Rey, la Cabeza y Salvador de su Iglesia, el Heredero de todas las cosas y Juez del mundo:a Quien, desde toda la eternidad, Dios le dio un pueblo para ser su simiente; y para que en el tiempo lo redimiera, llamara, justificara, santifcara y glorificara.

VIII.2 El Hijo de Dios, la segunda Persona de la Trinidad, siendo verdadero y eterno Dios, de la misma sustancia e igual con el Padre, cuando llegó la plenitud del tiempo, asumió la naturaleza humana, con todas sus propiedades esenciales y con sus flaquezas comunes, pero sin pecado. Fue concebido por medio del poder del Espíritu Santo, en el vientre de la virgen María, de la misma sustancia de ella. De tal manera que dos enteras, perfectas y distintas naturalezas, la divina y la humana, fueron unidas inseparablemente en una sola Persona, sin conversión, composición o confusión. Dicha Persona es verdadero Dios y verdadero hombre, pero con todo, un solo Cristo, el único Mediador entre Dios y el hombre.

VIII.3 El Señor Jesús, en su naturaleza humana así unida a la divina, fue sobremanera santificado y ungido con el Espíritu Santo, teniendo en sí todos los tesoros de la sabiduría y conocimiento; pues agradó al Padre que en él morase toda plenitud, a fin de que, siendo santo, inocente y sin mancha, lleno de gracia y de verdad, Él estuviese completamente apto para ejercer el oficio de Mediador y Fiador. Él no tomó este oficio por sí mismo, sino que fue llamado por su Padre para ello, quien puso todo poder y juicio en sus manos, y le dio el mandamiento de ejecutar los mismos.

VIII.4 El Señor Jesús emprendió este oficio de muy buena voluntad, y a fin de que lo desempeñase nació bajo la ley, y la cumplió perfectamente; padeció inmediatamente los más crueles tormentos en su alma y los más dolorosos sufrimientos en su cuerpo; fue crucificado y murió, fue sepultado y permaneció bajo el poder de la muerte pero no vio corrupción. Al tercer día resucitó de entre los muertos con el mismo cuerpo en el que sufrió, con el cual también ascendió al cielo y allí está sentado a la diestra de su Padre, intercediendo; y al fin del mundo retornará para juzgar a los hombres y a los ángeles.

VIII.5 El Señor Jesús, por su perfecta obediencia y sacrificio de sí mismo, el cual ofreció a Dios una sola vez por el eterno Espíritu, ha satisfecho completamente la justicia de su Padre; y ha comprado para todos aquellos que el Padre le había dado, no sólo la reconciliación, sino también una herencia eterna en el reino de los cielos.

VIII.6 Aunque la obra de redención no fue realmente efectuada por Cristo sino hasta después de su encarnación, sin embargo, la virtud, la eficacia y los beneficios de ella fueron comunicados a los elegidos en todas las épocas sucesivamente desde el comienzo del mundo, en y por aquellas promesas, tipos y sacrificios en los cuales Cristo fue revelado y dado a entender como la simiente de la mujer que había de aplastar la cabeza de la serpiente; y como el Cordero inmolado desde el principio del mundo, siendo el mismo ayer, hoy y por siempre.

VIII.7 En la obra de mediación, Cristo actúa según ambas naturalezas, haciendo por medio de cada naturaleza lo que es propio de cada una. Sin embargo, en razón de la unidad de la persona, aquello que es propio de una naturaleza, algunas veces, en la Escritura se le atribuye a la Persona denominada por la otra naturaleza.

VIII.8 Cristo aplica y comunica la redención, cierta y eficazmente, a todos aquellos para quienes la ha comprado, intercediendo por ellos, y revelándoles los misterios de la salvación en y por la Palabra, persuadiéndolos eficazmente por medio de su Espíritu para creer y obedecer y gobernando sus corazones por medio de su Palabra y de su Espíritu; venciendo a todos sus enemigos por medio de su gran poder y sabiduría, de tal manera y forma que concuerdan con su maravillosa e inescrutable dispensación.

CAPÍTULO NUEVE

Del libre albedrío


IX.1 Dios ha dotado a la voluntad del hombre con aquella libertad natural, de modo que no es forzada ni determinada hacia el bien o hacia el mal, por alguna necesidad absoluta de la naturaleza.

IX.2 El hombre, en su estado de inocencia, tenía libertad y el poder para desear y hacer lo que es bueno y agradable a Dios; pero esta inocencia era mutable, de tal manera que podía caer de ella.

IX.3 El hombre, mediante su caída en el estado de pecado, ha perdido totalmente toda capacidad para querer algún bien espiritual que acompañe a la salvación; de tal manera que, un hombre natural, siendo completamente opuesto a aquel bien, y estando muerto en pecado, es incapaz de convertirse, o prepararse para ello, por su propia fuerza.

IX.4 Cuando Dios convierte a un pecador y lo traslada al estado de gracia, lo libera de su esclavitud natural bajo el pecado, y sólo por su gracia lo capacita para desear y hacer libremente aquello que es espiritualmente bueno; pero a pesar de aquello, debido a la corrupción que aún queda en él, éste no obra perfectamente, ni desea solamente lo que es bueno, sino que desea también lo que es malo.

IX.5 Solamente en el estado de gloria, la voluntad del hombre es hecha perfecta e inmutablemente libre para hacer únicamente lo que es bueno.

CAPÍTULO DIEZ

Del llamamiento eficaz


X.1 A todos aquellos a quienes Dios ha predestinado para vida, y solamente a ellos, le agradó en su tiempo señalado y aceptado, llamarlos eficazmente, por medio de su Palabra y Espíritu, de aquél estado de pecado y muerte en el que están por naturaleza, al estado de gracia y salvación por medio de Jesucristo; iluminando sus mentes espiritual y salvíficamente para entender las cosas de Dios, quitándoles su corazón de piedra y dándoles uno de carne; renovando sus voluntades, y determinándoles a hacer lo que es bueno por su poder todopoderoso y acercándoles eficazmente hacia Jesucristo; de tal manera que vienen a Él más libremente, pues por su gracia son hechos dispuestos.

X.2 Este llamamiento eficaz proviene únicamente de la libre y especial gracia de Dios, no por cosa alguna previamente vista en el hombre, el cual es totalmente pasivo en ello, hasta que siendo vivificado y renovado por el Espíritu Santo, la persona es por ese medio capacitada para responder a este llamamiento y para abrazar la gracia ofrecida y trasmitida en él.

X.3 Los niños elegidos que mueren en la infancia, son regenerados y salvados por Cristo mediante el Espíritu, quien obra cuando, donde y como le agrade. De la misma manera son regeneradas y salvadas todas las otras personas elegidas que son incapaces de ser llamadas externamente por el ministerio de la Palabra.

X.4 Otros que no son elegidos, aunque sean llamados por el ministerio de la Palabra, y tengan ciertas operaciones comunes del Espíritu, sin embargo, nunca vienen verdaderamente a Cristo, y por lo tanto no pueden ser salvados; mucho menos pueden, los hombres que no profesan la religión cristiana, ser salvos de ninguna otra manera, aunque sean tan diligentes como para conformar sus vidas de acuerdo a la luz de la naturaleza, y a las leyes de aquella religión que profesan. Y el afirmar y mantener que ellos sí pueden salvarse, es muy pernicioso y debe ser detestado.

CAPÍTULO ONCE

De la justificación


XI.1 A quienes Dios llama eficazmente, también los justifica gratuitamente: no mediante la infusión de justicia en ellos, sino que les perdona sus pecados, y cuenta y acepta sus personas como justas, mas no por algo obrado en o hecho por ellos, sino solamente por causa de Cristo; tampoco les imputa la fe misma, ni el acto de creer o alguna otra obediencia evangélica como su justicia, sino que les imputa la obediencia y satisfacción de Cristo, recibiendo ellos a Cristo y descansando en Él y en su justicia mediante la fe, la cual no la tienen de ellos mismos, pues es don de Dios.

XI.2 La fe, que de este modo recibe a Cristo y descansa en Él y en su justicia, es el único instrumento de justificación. Sin embargo, la fe no está sola en la persona justificada, sino que siempre está acompañada de todas las otras gracias salvadoras, y no es una fe muerta, sino que obra por amor.

XI.3 Por medio de su obediencia y muerte, Cristo canceló completamente toda la deuda de todos aquellos que son justificados de este modo, e hizo una adecuada, real y completa satisfacción a la justicia de su Padre, a favor de ellos. Sin embargo, puesto que por ellos, Cristo fue entregado por el Padre y su obediencia y satisfacción fueron aceptadas en lugar de las de ellos, y ambas gratuitamente y no por cosa alguna que haya en ellos; entonces, su justificación es solamente por pura gracia, para que tanto la estricta justicia, como la rica gracia de Dios, sean glorificadas en la justificación de los pecadores.

XI.4 Dios, desde la eternidad, decretó justificar a todos los elegidos, y en la plenitud del tiempo, Cristo murió por los pecados de ellos y resucitó para su justificación. Sin embargo, no son justificados hasta que Cristo les es realmente aplicado, por el Espíritu Santo, a su debido tiempo.

XI.5 Dios continúa perdonando los pecados de aquellos que son justificados; y aunque nunca caigan del estado de justificación, sin embargo, por sus pecados, pueden caer bajo el desagrado paternal de Dios, quien no les restaura la luz de su rostro hasta que se humillen, confiesen sus pecados, imploren su perdón y renueven su fe y arrepentimiento.

XI.6 Bajo el Antiguo Testamento, la justificación de los creyentes era, en todos sus aspectos, una y la misma que la justificación de los creyentes bajo el Nuevo Testamento.

CAPÍTULO DOCE

De la adopción

XII.1 A todos aquellos que son justificados, Dios se digna en hacer partícipes de la gracia de la adopción en y por su Hijo Unigénito Jesucristo. Mediante esta gracia, los justificados son recibidos en el número de los hijos de Dios y gozan de sus libertades y privilegios, son marcados con el nombre de Cristo y reciben el Espíritu de adopción, tienen libre acceso al trono de la gracia y son capacitados para clamar, Abba, Padre. Son compadecidos, protegidos, cuidados y castigados por Él, como por un Padre, pero nunca son desechados, sino que son sellados para el día de la redención y heredan las promesas, como herederos de la salvación eterna.

CAPÍTULO TRECE

De la santificación

XIII.1 Los que son eficazmente llamados y regenerados, al tener un nuevo corazón y un nuevo espíritu creado en ellos, son además santificados real y personalmente, en virtud de la muerte y resurrección de Cristo, por su Palabra y su Espíritu que mora en ellos: el dominio de todo el cuerpo de pecado es destruido, y los diversos deseos de éste son debilitados y mortificados más y más. Así, los santificados son vivificados y fortalecidos más y más en todas las gracias salvíficas, para la práctica de la verdadera santidad, sin la cual nadie verá al Señor.

XIII.2 Esta santificación abarca cada parte de la persona total; pero es incompleta en esta vida, pues aún quedan algunos remanentes de corrupción en cada una de sus partes; de donde surge una guerra continua e irreconciliable: los deseos de la carne contra el Espíritu, y el Espíritu contra la carne.

XIII.3 En dicha guerra, aunque los restos de la corrupción prevalezcan mucho por algún tiempo; sin embargo, la parte regenerada vence, mediante el continuo suministro de la fuerza del Espíritu santificador de Cristo; de manera que los santos crecen en gracia, perfeccionando la santidad en el temor de Dios.

CAPÍTULO CATORCE

De la fe salvadora

XIV.1 La gracia de la fe, por medio de la cual los elegidos son capacitados para creer para la salvación de sus almas,es la obra del Espíritu de Cristo en sus corazones, y es ordinariamente efectuada por el ministerio de la Palabra. Por la cual también y por la administración de los sacramentos y la oración, la gracia de la fe es incrementada y fortalecida.

XIV.2 Mediante esta fe el cristiano cree que es verdadero todo lo que está revelado en la Palabra, por la autoridad de Dios mismo que habla en ella; y actúa en forma diferente según lo que contiene cada pasaje en particular, produciendo obediencia a sus mandamientos, temblor ante sus amenazas, aceptación de las promesas de Dios para esta vida y para la venidera. Pero los principales actos de la fe salvadora son: aceptar, recibir, y descansar solamente en Cristo para la justificación, santificación y vida eterna, en virtud del pacto de gracia.

XIV.3 Esta fe es diferente en grados, o débil o fuerte. Puede ser atacada y debilitada con frecuencia y de muchas maneras, pero obtiene la victoria; y en muchos, crece hasta la obtención de una completa seguridad a través de Cristo, quien es el autor y consumador de la fe.

CAPÍTULO QUINCE

Del arrepentimiento para la vida eterna

XV.1 El arrepentimiento para vida es una gracia evangélica, cuya doctrina, así como aquella de la fe en Cristo, debe ser predicada por todo ministro del evangelio.

XV.2 Mediante este arrepentimiento, un pecador, movido no sólo por la visión y sentimiento del peligro, sino también por la inmundicia y odiosidad de sus pecados —ya que son contrarios a la naturaleza santa y justa de la ley de Dios— y al comprender la misericordia de Dios en Cristo para con los arrepentidos, se entristece a causa de sus pecados y los aborrece de tal modo que renuncia a todos ellos y se vuelve hacia Dios, proponiéndose y procurando caminar con Él en todos los caminos de sus mandamientos.

XV.3 Aunque no se debe confiar en el arrepentimiento, como si fuese una satisfacción por el pecado, o una causa del perdón de éste, pues el perdón es un acto de la libre gracia de Dios en Cristo; sin embargo, el arrepentimiento es de tal necesidad para todos los pecadores, que nadie puede esperar ser perdonado sin él.

XV.4 Así como no hay pecado tan pequeño que no merezca la condenación, de la misma manera, no hay pecado tan grande que pueda traer condenación sobre aquéllos que se arrepienten verdaderamente.

XV.5 El ser humano no debe contentarse con un arrepentimiento general, sino que es deber de cada persona procurar arrepentirse de cada de uno de sus pecados en particular.

XV.6 Así como todo ser humano está obligado a confesar sus pecados a Dios en privado, orando por el perdón de los mismos; pues, al hacer esto y al apartarse de ellos hallará misericordia; del mismo modo, el que escandaliza a su hermano o a la iglesia de Cristo, debe estar dispuesto a declarar su arrepentimiento a quienes ha ofendido, en público o en privado, mediante confesión y muestra de dolor por su pecado, y acto seguido, los ofendidos deben reconciliarse con él y recibirlo con amor.

CAPÍTULO DIECISÉIS

De las buenas obras

XVI.1 Buenas obras son sólo aquellas que el Señor ha mandado en su santa Palabra, y no aquellas que sin la autoridad de la Palabra, son inventadas por los seres humanos, debido a un ciego entusiasmo, o bajo cualquier pretexto de buena intención.

XVI.2 Aquellas buenas obras realizadas en obediencia a los mandamientos de Dios son los frutos y evidencias de una fe viva y verdadera: mediante ellas los creyentes manifiestan su gratitud, fortalecen su confianza, edifican a sus hermanos, adornan la profesión del evangelio, tapan la boca de sus adversarios y glorifican a Dios; pues son hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, para que llevando fruto para santidad, tengan como fin la vida eterna.

XVI.3 La capacidad de los creyentes para hacer buenas obras de ninguna manera proviene de ellos mismos, sino totalmente del Espíritu de Cristo. Y para que sean capacitados para buenas obras, además de las gracias que ya han recibido, se requiere la influencia real del mismo Espíritu Santo, que obra en ellos el querer y el hacer por su buena voluntad: sin embargo, no deben volverse negligentes, como si no estuvieran obligados a cumplir con ningún deber, a menos que haya un impulso especial del Espíritu; sino que deben ser diligentes en avivar la gracia de Dios que está en ellos.

XVI.4 Aquéllos que por su obediencia alcanzan la altura más grande que sea posible en esta vida, están tan lejos de ser capaces de super-erogar y hacer más de lo que Dios requiere, ya que fallan grandemente en cumplir lo que por deber están obligados a hacer.

XVI.5 Mediante nuestras mejores obras, no podemos merecer el perdón del pecado o la vida eterna de parte de Dios, debido a la gran desproporción que hay entre ellas y la gloria venidera; y debido a la infinita distancia que existe entre nosotros y Dios, a quien no podemos beneficiar, ni satisfacer por la deuda de nuestros pecados anteriores, sino que cuando hayamos hecho todo lo que podemos, no habremos hecho sino aquello que es nuestro deber, y seremos siervos inútiles; y porque en la medida que son buenas proceden de su Espíritu, y puesto que son hechas por nosotros, están manchadas y mezcladas con tanta debilidad e imperfección, que no pueden soportar la severidad del juicio de Dios.

XVI.6 No obstante, al ser aceptadas las personas de los creyentes por medio de Cristo, sus buenas obras también son aceptadas en Él; no como si sus buenas obras fuesen, en esta vida, enteramente irreprochables e irreprensibles ante los ojos de Dios; sino que Dios mirándolas en su Hijo, se place en aceptar y recompensar aquello que es sincero, aunque esté acompañado de muchas debilidades e imperfecciones.

XVI.7 Las obras hechas por personas no regeneradas, aunque por su esencia sean cosas que Dios manda, y sean de buen uso para ellos mismos y para otros; sin embargo, puesto que no proceden de un corazón purificado por medio de la fe, no son hechas de manera correcta de acuerdo con la Palabra, ni para un fin correcto, el cual es la gloria de Dios. Por lo tanto estas obras son pecaminosas y no pueden agradar a Dios, ni hacen que una persona sea apta para recibir la gracia de Dios; y no obstante, su descuido de las buenas obras es más pecaminoso y desagradable delante de Dios.

CAPÍTULO DIECISIETE

De la perseverancia de los santos

XVII.1 Los que han sido aceptados por Dios en su Hijo Amado, eficazmente llamados y santificados por su Espíritu, no pueden caer total ni finalmente del estado de gracia, sino que ciertamente perseverarán en ella hasta el final y serán salvos eternamente.

XVII.2 Esta perseverancia de los santos no depende de su propio libre albedrío, sino de la inmutabilidad del decreto de elección, que fluye del amor gratuito e inmutable de Dios el Padre; de la eficacia del mérito e intercesión de Cristo Jesús, de la permanencia del Espíritu y de la simiente de Dios dentro de ellos; y de la naturaleza del Pacto de Gracia. De todo esto, surge también la certeza e infalibilidad de la perseverancia.

XVII.3 Sin embargo, puede ser que los santos caigan en pecados graves, mediante las tentaciones de Satanás y del mundo, el predominio de la corrupción que aún queda en ellos, y el olvido de los medios de su preservación; y que por un tiempo continúen en sus graves pecados: por lo cual incurren en el desagrado de Dios y contristan su Santo Espíritu, llegan a ser, en alguna medida, privados de sus gracias y privilegios, sus corazones pueden endurecerse y sus conciencias pueden herirse, pueden herir y escandalizar a otros y traer juicios temporales sobre ellos mismos.

CAPÍTULO DIECISIETE

De la perseverancia de los santos

XVII.1 Los que han sido aceptados por Dios en su Hijo Amado, eficazmente llamados y santificados por su Espíritu, no pueden caer total ni finalmente del estado de gracia, sino que ciertamente perseverarán en ella hasta el final y serán salvos eternamente.

XVII.2 Esta perseverancia de los santos no depende de su propio libre albedrío, sino de la inmutabilidad del decreto de elección, que fluye del amor gratuito e inmutable de Dios el Padre; de la eficacia del mérito e intercesión de Cristo Jesús, de la permanencia del Espíritu y de la simiente de Dios dentro de ellos; y de la naturaleza del Pacto de Gracia. De todo esto, surge también la certeza e infalibilidad de la perseverancia.

XVII.3 Sin embargo, puede ser que los santos caigan en pecados graves, mediante las tentaciones de Satanás y del mundo, el predominio de la corrupción que aún queda en ellos, y el olvido de los medios de su preservación; y que por un tiempo continúen en sus graves pecados: por lo cual incurren en el desagrado de Dios y contristan su Santo Espíritu, llegan a ser, en alguna medida, privados de sus gracias y privilegios, sus corazones pueden endurecerse y sus conciencias pueden herirse, pueden herir y escandalizar a otros y traer juicios temporales sobre ellos mismos.